Muy niño yo, una criatura yo, sin
saber por qué no debía hacerlo, aunque si por qué podía, me entré en una casa a
la que no estaba invitado. Era la casa de un tío mío carnal. Por eso digo que
podía hacerlo, si bien no debía. Más de medio siglo ha pasado y todavía tiemblo
al recordarlo. Ni un solo día han dejado de resonar en mí, igual que ocurre con
una casa abandonada, de la que no se van las voces de las últimas gentes que la
habitaron, las palabras que aquel día, aquel mediodía, oí. Pero no anticipemos los
hechos. Es mejor contarlo como enseña la vida, como procede la realidad: del
número uno en adelante, de la primera a la última letra. Sucedió, pues, que yo
era huérfano de padre, que debía faltarme pan y otros ojos que me vieran, que
no fueran solo los maternales, todos llenos con las imágenes de otros cinco
hermanos. A eso creo que fui a la casa ajena, a la de mi tío: a buscar otras
palabras, otras miradas, acaso una sonrisa, alguna cosa distinta a las que
tenía en la casa familiar. A buscar alegría no tristeza, no llanto. Porque a
reír aprendí; a llorar siempre supe.
Mi tío no había tenido hijos. Y
como es regular por mi tierra, adoptó a una sobrino de su mujer, en vez de a
uno suyo, a un hijo de su hermano Arnulfo, a mí, por ejemplo; con lo que se hubiera
aliviado, de paso, una carga a una pobre viuda, su cuñada. La esposa de mi tío, a la que llamaremos
Zenaida, y mi segunda madre dentro de la tabla del parentesco indígena, era una
mujer de humilde, de humildísimo origen; una a quien el matrimonio sacó de la
nada, para convertirla en ama y patrona. Al cambiar de estado civil, al pasar a
casa pudiente, que de ninguna manera puede decirse que rica, varió de carácter,
se trastornó, se descoyuntó su ánimo: una mujer altanera, vanidosa, soberbia se
volvió Zenaida, ahora Doña Zenaida. Pero niño yo, criatura yo, cómo iba a
saberlo. Entré, así, inocente, en un descuido de mi madre, a su casa, contigua
a la nuestra, por un portillo del tecorral que limitaba las casas de los otros
dos hermanos que eran de mi padre.
Era el mediodía, según creo
recordar. Mi tío estaba ausente. Mi primo, el hijo adoptivo, niño de mis mismos
años, estaba sentado en una silla muy alta, hecha especialmente. Todo él
vestido de limpio, peinadito, calzado: igualito a una de esas estampas de niño,
que más tarde vine a ver, anunciando algún primor de traje infantil, de
alimentos; así estaba mi primo, al que llamaré Wenceslao, o Uvence, como por
allá se dice. Tomaba a esas horas sus alimentos: en plato de loza, con cuchara,
tenedor y cuchillo, no en trastos de barro, en jícara y con los dedos, como yo
lo hacía. Nada me dijo Doña Zenaida; el pobre Uvence, así ataviado, de aquella
manera hecho líos con tantos arreos, con tantos avíos, y también por razón de
su edad, nada pudo decirme. ¿De dónde diablos me vino el impulso de colgarme de
la silla? No lo sabré nunca. Pero lo hice, y el niño se vino estrepitosamente
al suelo, en el quedó hecho un asco, entre restos de comida y tepalcates.
Atónito me quedé, inmóvil me quedé a mitad de la pieza, en espera de que la
tierra se abriera y me tragara. Doña Zenaida, mi tía doña Zenaida, salió de la
cocina al escuchar el llanto de su hijo que, en un acceso de berrinche, se
revolcaba como a quien hubieran bañado en agua hirviente.
¡Virgen de la Candelaria! ¡Qué cosas
oí de mi tía! ¿Cuáles no serían que por años las seguí –las sigo- oyendo? De
aquella andanada de injurias, de insultos, de improperios; de aquel alud,
torrente, avenida de malas palabras, una pequeñita sobresale, sobrevive entre
todas: el posesivo mi, que yo nunca uso referido a cosas físicas, que tengan
valor en metálico, económico. Nunca me oirás decir, Alejandro Finisterre, mi
casa, mi automóvil, dos cosas que ahora tengo cuando nunca creí que las
tendría; me oirás decir mi corazón, mis ojos, mi palabra, porque no están en
venta; mis libros puedo decir, porque no está en mi ánimo venderlos, lo que los
convierte en cosas despojadas de realidad física. “ ¿Por qué entraste a mi
casa?”, gritaba doña Zenaida, ya próxima al desmayo, al patatús. “¿Por qué brincaste
mi corral? ¿Por qué estás aquí, si nadie te llamó? Has roto mis trastes. ¿Tiene
tu madre con qué pagar mi silla, mis platos, mis tazas¿ ¡Vete de aquí y no
vuelvas a poner un pie en mi casa!”.
¡Oh, Dios de misericordia, que me
desamparaste aquel día! El sol se ocultó, negra se torno la luz, de luto se
vistió el tiempo, de viuda la distancia. La muerte de un hombre, pone a temblar
a la tierra; la de un niño, el cielo.
No sé cómo volví a la casa, sólo
a unos cuantos pasos, pero aquel día –digo, aquella noche- infinitamente
lejana.
¡Tápame mamá! ¡Escóndeme, mamá!,
sollozaba yo. Y Martina Henestrosa me tapó, me metió en la cama, en un rincón
de la casa, y allí me estuve durante dos días lleno de terror, de vergüenza, de
arrepentimientos, de malhallas. Cuando abandoné aquella penumbra, propicia al
dolor y a los quebrantos del alma, y volví a la calle, evitaba volver los ojos
a la casa maldita, a escuchar los nombres de la tía y del primo; rehuí desde
entonces al posesivo mi, y todo logro que me ponga en la coyuntura de usarlo;
acaso de ahí mi falta de sentido de la propiedad, el pudor de hablar de
centavos, mi inutilidad para ganarlos y la facilidad con que los pierdo, y el
gusto con que los gasto, si los tengo. Porque riqueza es gastar alegremente la
pobreza. Miseria gastarla a una mano, regateando. Si la riqueza, amigo
Finisterre, es conformarse con lo que cada uno tiene, nadie más rico que yo. Si
poder gastarlo a dos manos, ninguno más rico que Andrés Henestrosa, amigo
Alejandro.
Y ¿qué ocurrió con mi tía
Zenaida? Mi tía Zenaida murió muy pronto; la muerte, que a todos nos iguala,
vino un día, el menos pensado, “a darle de coscorrones”, como dice el Martín
Fierro. Yo salí a la calle a ver su entierro, sin asomo de tristeza, sin
lágrimas en los ojos, en pueblos en que es costumbre llorar, aunque no se tenga
vela en los entierros. Y ¿qué ocurrió con mi primo Uvence? Mi primo Wenceslao
–digo, Uvence- no resultó bueno para cosa alguna, si bien era despierto y
despabilado; mi amigo a escondidas, en los pocos días que fuimos a la escuela.
Alegre, ocurrente, dicharachero, hacía nuestras delicias en las aulas
primarias. Pudiente, montaba bonitos caballos -¿lo oyes?- es él que pasa
galopando por la calle; gastaba durante la fiesta de la Candelaria, patrona de
mi pueblo, el 2 de febrero; a veces, invitaba a encurtidos y a mistela, primer
vino que tomé, sin que lo haya eliminado por completo. Yo digo que son algunas
de sus gotas las que, de cuando en cuando, si alcanzo a ser hombre de verdad,
suben hasta mis ojos en forma de lágrimas. Terminó Uvence –digo Wenceslao-
maestro rural en pueblos apartados; en uno de ellos, sojuzgado por el alcohol,
se metió en una bronca y lo mataron con una arma blanca- lo mismito que su tío
adoptivo, y mío carnal, hermano de mi padre, ese sí, verdaderamente llamado
Wenceslao, aunque le dijeran Vence.
La vida me ha enseñado muchas
cosas –pero ¿de veras me ha enseñado algo la vida?-; más no cómo olvidar
aquella primera lección. Ella me lleva y me trae; orienta mis decisiones y mi
voluntad. Como un viento, me levanta, me inclina, me derriba a su capricho: por
encima y por debajo de cuanto hago están las palabras –las tremendas, las
descarnadas palabras de Zenaida Ruiz- diré su apellido aproximado.
Por lo que me dijo, no voy a los
sitios en donde no me esperan; los abandono si allí se encuentra alguno que
pueda no quererme; pido perdón a quien mi presencia incomode; no comparto el
techo con quien mi nombre, mi pequeña fama –que ojalá no hubiera alcanzado
nunca- pudiera agraviar, para que se sienta a gusto. Porque lo que es a mí, ya
no hay pena que me alcance.
Preparado estoy desde niño para
el agravio, prevenido contra toda ofensa. Desarmado, en cambio, para todo
halago, para toda señal de simpatía. Por eso, Alejandro Finisterre, promovió en
mí todo un trastorno sentimental tu invitación, más grata mientras más
inesperada. Porque ¿cómo esperar de ti, si apenas nos conocemos, tales muestras
de cariño, de amistad verdadera? Una semana hace que me festejaste, pero parece
que aún estoy de fiesta. Lleno de espuma, de hervor; quebradizo como el más
fino cristal me siento. ¿Cómo pagarte? ¿Cómo decirte que media un abismo entre
el ambiente, la atmósfera de tu casa y aquella de la que un día fui arrojado?
Si aquel día perdí el Paraiso, en tu casa lo encontré. Y eso es lo que yo
quería decirte, querido Alejandro Finisterre.
Un abrazo
México D. F. 29 de diciembre de
1963
Andrés Henestrosa
Carta escrita a su editor
español, Alejandro Finisterre
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