Armonía gritó brincando:
- ¡Niñas! ¡Buenas noticias! No hay clase. ¡Nos vamos de paseo!.
Y
dando una vuelta sobre sus talones, dibujó la más graciosa pirueta que
viera el universo. El enjambre de infantiles niñas coreó:
- ¡Bien de paseo!
- ¡Bien, bien , bien!
Tijeras, dedales, telas y carretes lucieron, en el aire, sus piruetas acrobáticas.
- Rocío coge tu dedal.
- Alejandrina no te olvides de la goma.
- Andrea no te vayas a dejar el lápiz.
-
Armonía, siempre descontentadiza, escuchó, sin alterarse, tales
demostraciones de júbilo. Bueno, niñas. No sé para que armáis tal
guirigay. El paseo se reducirá a buscar una nueva colección de insectos.
Hoy buscaremos, coleópteros, aclaró a las niñas e hierbajos para el
herbolario. La algarabía tomaba desmedidas proporciones. Todas querían
hablar y ninguna tenía la virtud de escuchar.
Con quién iremos y
Guadalupe haciendo mofa... sosteniéndose en un solo pie, comenzó a
recorrer las clases, cantando: “A la pata coja lo volvió a ganar...”.
Eran muchas las niñas que la seguían en tan incómoda postura, cantando
el burlón estribillo. María se indignó, roja su carita de la ira. Vaya,
pues no sé el porqué os burláis así. Doña María Cruz es bien buena y
bien guapa. Pero es coja contestó: Guadalupe. A lo que repusó María,
-además hace unas labores, preciosísimas, que ya quisieras hacer tú-.
- Bueno, no te metas a redentora, dijo Guadalupe.
- Quiero y me da la gana. Contestó, María
- ¡Cursi!
- Gritó iracunda Guadalupe.
- ¡Meticona!
- ¡Holgazana!, respondió María.
- ¿Yo?
- Sí... Tú...
- Pues mira para que rabies.
Y volviéndose a poner en postura de cigüeña pensativa, cantó por segunda vez.
- A la pata coja, perdí mi caudal, a la pata coja, lo volví a ganar...
Aquella diablesa de malvados sentimientos, capitaneaba a muchos diablillos que aplaudían y coreaban sus fechorías.
Iban detrás cantando:
- A la pata coja...
Cuando
abriéndose la puerta apareció doña María Cruz, a quien no escapó la
burla de la que estaba siendo objeto. La misma burla de tantas y tantas
veces.
Seria y altiva, sus ojos pasaron revista a las allí
congregadas. Luego los detuvo un momento en Guadalupe. Pero ésta
atrevida e insolente, recogió la mirada con gesto de desafío.
Era
doña María Cruz, alta y de recia constitución. Su cuerpo, lleno de
gracia, pregonaba salud. Sus ojos negros y grandes, soportaban dos arcos
de cejas bien pobladas. Morena la tez. El pelo muy negro, liso y
brillante, caía sobre su nuca, en gracioso rodete. Bellas y finas sus
manos. Dulce y severa. Alegre y melancólica al mismo tiempo. Poseía el
don de adaptarse a los papeles de juez y madre para con sus discípulas, a
las que amaba tiernamente.
Exclamó:
- ¡De paseo! Y las chicas cruzaron, tumultuosas, la puerta de hierro.
Ante
todas y como jefe de la banda marchaba Guadalupe, quien guiñaba sus
ojos tan pronto a la izquierda como a la derecha, imitando los andares
de la maestra.
Ya iban lejos y en pleno: las siluetas dibujaban en el suelo la grotesca burla.
María
no se apartaba de doña María Cruz, arrancando a su paso matorrales y
pedruscos que pudiesen entorpecer su paso y lastimarla. Con ellas iban
otras niñas buenas, a las que la bondad y sabiduría de la maestra,
estaban por ella cautivadas.
No corráis tanto... niñas, pero la voz
de la maestra perdíase en el vacío. Las niñas iban de un lado para otro,
y en vano doña María Cruz pretendió alcanzar a la alocada muchachería.
Sus piernas querían ser ligeras, dibujar saltos, pero cada vez sentíase
más pesada, hundiéndose su pobre cintura a cada paso, jadeante el cuerpo
a los prestos movimientos.
El sol, siempre enamorado de la
infancia, la contemplaba descaradamente. Era un sol fuerte y dorado, que
envolvía las figuras adolescentes con esplendores de oro. El cielo de
junio se pintaba de azul. Los pájaros cantaban una nueva sonata. Las
zarzas, tan floridas estaban, que sus flores ocultaban las muchas
espinas. Ladera abajo, los árboles mostraban su fecundidad. Cerezas,
manzanas y peras, exibían sus cuerpos verdes, prometedores pronto de
espléndida madurez.
El río más abajo aún, venía poco caudaloso, lamiendo huertos y vegas, y todo el paisaje cantaba la sinfonía del verano.
Y
de repente doña María Cruz se dio cuenta de que el tren llegaba con
paso de atrevida alfombra... sólo veía el tren, y allí junto a la vía,
de espaldas al peligro, estaba Guadalupe, muy entretenida, agachado su
cuerpo, buscando algo. Las niñas no se percataron, que se acercaba el
filo de la muerte. Sólo vieron a doña María Cruz desprendiéndose de
ellas y correr, correr, correr... como no pudieron jamás haber creído.
Subía la loma sostenida en una pierna, ágil como un cervatillo. Saltó la
distancia en breves segundos, respirando dificultosamente, jadeante...
Al fin pudo coger el vestido de Guadalupe y arrastrarla consigo. Ambas
rodaron ladera abajo. El pitido del tren estremeció la angustia de los
corazones. Las niñas seguían aterradas, pues habían visto la muerte
cernirse sobre sus cabezas... el peligro pasó.
Hubo unos instantes de silenciosa emoción. Guadalupe sentíase avergonzada.
Rompió el silencio la voz dulce de la maestra: Un momento más y te quedas coja, como yo.
Sentadas
en la hierba formaban un corro encantador, agrupándose más y más cerca
de aquella mujer que, en esos momentos, se les aparecía como una
heroína. Todas las niñas sintieron despertaba su piedad. ¡Pobre doña
María Cruz!. Pero la maestra, sonriendo, dijo:
Escuchad... Voy a contaros una historia, que hasta hoy nunca os conté…
Yo
era una muchachita de diecisiete años. Decían que era guapa, y creo
sinceramente que tenían razón. Fuerte y robusta. Cantarina y bulliciosa.
Así era yo.
No conocí a mi padre. Mi madre deliraba por mis hermanos
y por mí. Mis hermanos: Jesús y Juan, colmaban todos mis caprichos.
Jesús fue pintor. Juan ingeniero. Yo había terminado mi bachillerato
brillantemente, pues he de deciros que me encantaba el estudio.
Aquel día se celebró, en mi casa, con grandeza...
Por
la tarde me llamó mi madre a su gabinete. Un estudio sencillo, mi madre
odiaba el lujo y la ostentación, en cambio, cómo adoraba las flores,
había buena cantidad de margaritas, amapolas, violetas, un árbol cuajado
de camelias, rosas y clavelinas criados en nuestro huerto.
Doña
María Cruz, siguió diciendo. Me senté en una butaquita a sus pies, y
noté algo extraño en su voz... cual si estuviese velada por la inquietud
y emoción, cosa rara en ella, siempre tan serena y tranquila, grave,
pero jamás agria. Hija mía dijo has terminado, tu bachillerato y C.O.U
con brillantez. Eres la primera en la academia. Estoy muy orgullosa de
ti. Se detuvo... Y yo me preguntaba qué irá a decirme. Y... siguió
diciendo: eso no es más que el primer peldaño de una escalera a subir.
Tus hermanos han acabado sus carreras, y deseo que tú también curses la
que desees. Eres rica, más de lo que supones, pues la herencia de
vuestro padre, gracias a mis desvelos y economías la he duplicado. ¡Eres
rica!. ¿Y qué?. La vida nos ha enseñado, con sus luchas y guerras, que
la fortuna es como un tobogán y tan pronto lo vemos subir como bajar. El
dinero se escurre de nuestras manos. Lo único seguro es "el saber" que
llevamos con nosotros. Por lon tanto, quiero verte en condiciones, de
ser autónoma y libre ante la vida. Y he pensado en tres carreras, muy
apropiadas para ti... me dio tres carreras a elegir. Piénsalo bien y
dime tu decisión.
Por la noche no podía dormirme, no me gustaban
esas carreras, puesto que desde siempre quise ser maestra. A la mañana
siguiente así se lo hice saber a mi madre. Entonces puso el grito en el
cielo... diciendo cosas cómo... estás loca, ¿tú sabes lo que es el
sacrificio del magisterio?. Lucha, renunciamientos. Y... sin pensarlo
dos veces le respondí: ¡Es tan hermosa la infancia!. Mi madre continuó
diciendo: La fruta de la ingratitud es una fruta muy frecuente en el
árbol humano. Pero no hay nada más ingrato que la enseñanza. Tu trabajo
estará lleno de espinas. En ese momento la interrumpí, y le dije
razonando con vehemencia, ¿no vale nada, no vale nada alumbrar el alma,
la inteligencia, moldear los corazones y formar personitas, que en un
futuro sean personas que son para la humanidad y por la humanidad?. Seré
maestra. ¡Amo a los niños!. Mi madre accedió a mis deseos. Fui maestra.
A los veintidós años me seguía un grupo de pequeñajas. ¡Qué feliz era!.
Nada me faltaba: Salud, bienes económicos y sobre todo, había realizado
mi ideal. Me debía a la infancia. Me llegué a creer madre de aquellas
niñas, cuando un día...
Precisamente fue en un junio como éste.
Salimos de paseo. Mis piernas jóvenes y mi jóven corazón me volvían
alegre en extremo. Corrimos, cogimos ramos de margaritas, amapolas y
violetas, formamos diademas de florecillas silvestres.
También el río lamía la vega, los huertos, y la loma salpicada de fresca hierba se adornaba con soñadoras margaritas.
De
pronto, un silbido retembló en mis oídos. Alcé la cabeza y le vi
venir... Con su boca llena de humo y sus ruedas roncas de tanto caminar.
- ¡El tren venía el tren!
Y...
allí pegadita a la vía, jugando con las piedras, estaba Xana.
Doliéndome el corazón de tanta fuerza como repicaba, corrí, corrí,
corrí, trémula, ciega de dolor, loca de emoción.
-Xana- llame en
son de aviso. Trepé, me harañé por la loma como una cabrita. Pisoteé
furiosa la hierba, me mordía los labios, sentí fuego en mi sangre. Ya
llegaba... en un esfuerzo sublime, cogí a la niña con mis manos tirando
de ella con todas mis fuerzas. Rodamos por la tierra... El tren ya
estaba lejos. La niña fue salvada, pero mi pierna derecha quedó rota. Ya
no quiero seguir contando... no quiero seguir recordando aquellos
momentos. Así que ya sabéis porque soy coja.
Las últimas palabras
de doña María Cruz fueron dichas en voz muy baja, con serenidad, sin
titubeos, sin percibir en ellas la emoción. Se diría que su historia,
era una historia no perteneciente a ella. Sus negros ojos miraban en
silencio emotivo a lo lejos, como cautivados, por la belleza del
paisaje. Las niñas escucharon el relato sin parpadear con un silencio
cautivo. Al final un susurro impreciso, como un rebullir de percalillos,
el azotar la brisa los grandes lazos blancos que se cernían, en las
cabezas de cada una de las niñas.
Poco a poco fueron apiñándose
tanto, que la maestra semejaba la pulpa de aquel delicioso fruto humano.
De pronto, estalló un sollozo... Era Guadalupe, la que abriéndose paso
entre todas, cayó a los pies de doña María Cruz y cubriendo de besos sus
manos, repetía:
- ¡Qué buena es usted, doña María Cruz! ¡Qué buena! Perdóneme usted.
Entonces, sí... Entonces asomó una lágrima a los ojos de la maestra.
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